«Oh, no», murmuró nuestro guía, Paul, cuando tres dragones de Komodo levantaron la cabeza y nos clavaron la mirada. Sacaron su lengua para olernos y detectar si éramos carne, mineral o vegetal. Al confirmar la posibilidad de que podríamos ser una buena refacción, comenzaron a avanzar lentamente hacia nosotros. Paul, con su 1,65 m de puro nervio, sujetaba una horqueta que era toda nuestra protección contra estos reptiles mortales que recientemente habían atacado a otro guardabosque, a un búfalo de agua, y habían erradicado a casi todos los caballos salvajes de la isla.
«¿Saben lo que significa tu horqueta?», pregunté. «Quiero decir, ¿los mantendrá alejados?» Aprendimos que la horqueta, que llevan todos los guardabosques, puede desalentar a un dragón curioso. Pero si tiene intenciones de atacarte, lo mejor que puedes hacer es correr lo más rápido posible y trepar a un árbol.
Paul descubrió por primera vez a los dragones de Komodo cuando de niño vivía en un pueblo en la Isla de Flores. Vio su foto en un libro y pensó que le gustaría verlos en la vida real. Cuando terminó su capacitación de guardabosque y luego de trabajar un par de años como guía en Rinca, donde varios de sus colegas fueron atacados el año pasado, comprendió que estos animales eran impredecibles y muy peligrosos. Hasta pensó que tal vez sería mejor cambiar de carrera. «Mis padres ni siquiera saben que este es mi trabajo», nos comentó. «Creen que trabajo en un restaurante».
Estaba entusiasmada por conocer el Parque Nacional de Komodo desde que empezamos a planificar nuestro viaje por Indonesia. Lo que no sabía es que este lugar, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, también ofrece una asombrosa combinación de sabana, selva así como playas de arena de varias tonalidades -blanca, rosada y negra. Si añadimos todo esto a su agua azul cristalina y vibrantes corales, este parque se convierte en uno de los paisajes más impresionantes de todo el archipiélago. También ofrece una infinidad de fondeaderos fantásticos y Rinca, donde nos habíamos acercado a la orilla para ver a los dragones, era tan solo el primero.
Nos encontramos con nuestro primer dragón antes de saber siquiera el nombre de Paul. Bajo un árbol, descansaba en el calor de la tarde, justo al lado del camino que iba entre el muelle (donde nos encontramos con Paul) y la estación de guardabosques. El dragón era más grande pero menos amenazador de lo que esperábamos. «Es un macho joven», nos explicó Paul. Estaba todavía por debajo de su potencial de tres metros de largo y 100 kg de peso. Pero nuestra hija de 13 años, Maia, nos comentó que «su mordedura contiene bacterias tóxicas y una proteína que no permite que la sangre coagule».
A pesar del evidente temor de Paul por los dragones, estaba entusiasmado con nuestra excursión. Nos envió a la estación de guardabosques para comprar un montón de boletos (uno para el bote, tres para el parque, tres para la conservación, uno para la excursión y uno para la cámara). Luego atravesamos el campamento donde viven los guardabosques y donde a los dragones les gusta estar, por si por arte de magia cayera algún alimento de una de las cocinas. Pudimos observar como cayó algo para comer y los dragones se despertaron. Haciendo barullo, como un desenfrenado club de fans de Darth Vader, resoplaron y se pelearon por la pequeña merienda y comenzaron a mover sus lenguas viperinas hacia nosotros.
«Tal vez prefieran hacer la caminata ahora», sugirió Paul mientras nos arreaba para alejarnos de los dragones que se acercaban. Suponiendo que la escena de los dragones era una especie de teatro de los guardabosques, casi ni miré hacia atrás cuando nos alejamos por el sendero. Unos minutos más tarde vimos a un búfalo de agua moribundo en un charco. Al acercarnos Paul nos mostró dónde le había herido el dragón y nos explicó que le quedaba poco de vida.
Maia, que había estado leyendo acerca de los Komodos para su tarea escolar, nos explicó que los dragones tienen una forma eficiente de matar a una presa de gran tamaño. En lugar de luchar hasta matarla, dejan que la bacteria en la herida haga el trabajo por ellos. Mirando detenidamente hacia el campamento, buscando sombras amenazadoras, comencé a entender por qué temía tanto Paul a los dragones. No era para menos.
Después de pasar junto a un búfalo más saludable, nos encontramos con un dragón de Komodo hembra, vigilando su nido – las crías nacen y luego trepan a los árboles donde se esconden durante unos años. Luego comenzamos a subir para tener mejor vista y en la siguiente cima me detuve para vendarme una ampolla. Paul perdió su mirada relajada y la clavó en mi pie, «¿Tienes sangre?” me preguntó. “Los dragones pueden oler la sangre a una distancia de hasta 5 kilómetros,” le susurró a mi marido Evan. Una vez que se aseguró que mi pie no atraería a los dragones, Paul volvió a señalarnos lo que teníamos para ver y se entusiasmó cuando logramos captar a uno de los pocos caballos salvajes que quedaban en la isla. Luego nos llevó hasta un punto de observación desde donde pudimos ver nuestra embarcación y nos indicó sus lugares favoritos para hacer buceo.
Al descender por la loma, vimos un par de pezuñas de búfalo en el sendero. Los dragones se comen un animal entero; huesos, pelo y todo, pero parece ser que a su sistema digestivo no le gustan las pezuñas. Con otra ampolla ya en mis pies no pude evitar desear que esa aversión se extendiese a los humanos, o al menos que aquellas pezuñas fueran una señal de que los dragones del lugar ya estaban bien alimentados. Un dragón adulto come solamente alrededor de una vez al mes pero era evidente, mientras yo cojeaba, que si tuviera que elegir entre uno de nosotros, me eligiese a mí.
Luego de sobrevivir a nuestro encuentro con los dragones estábamos felices de que nuestro próximo fondeadero, en el extremo sur de Komodo, tuviera una vida silvestre más amistosa. Los ciervos de Timor pastaban las algas marinas que dejaba la marea baja en la base de un acantilado, mientras que un jabalí buscaba alimentarse en la playa. Incluso el agua ofrecía una gran variedad de criaturas – y cada zambullida o buceo con snorkel nos acercaba a una amplia gama de increíbles corales, peces payasos, peces napoleón y hasta tortugas.
Estuvimos toda esa semana explorando el parque. En las islas más pequeñas, donde no hay dragones, caminamos, disfrutamos de las playas y luego nos dirigimos a ver los corales. Al regresar de Labaun Bajo para reaprovisionar, nos detuvimos en Lehokgingo en Rinca, con la esperanza de ver un último dragón. Y ahí fuimos recompensados con uno pequeño, el tipo exacto que Paul había llamado «recién bajado de los árboles», que se dirigió a la playa para comer los restos de una tortuga.
Luego de observarlo durante un rato, y confirmar que no tuviera ningún interés en nosotros, seguí sus pequeñas huellas hacia la playa para sacarle unas fotos en primer plano con nuestro barco de fondo. Una vez tomadas las fotos, miré a mi alrededor y noté las huellas de un dragón mucho más grande detrás de mí, alejándose de la playa. “¡Oh, no!”, murmuré mientras echaba un vistazo al matorral y corría hacia nuestro bote inflable.